A los enemigos del fútbol :

Hay un tipo de antifutbolero, muy extendido, que hace de su militancia contra el fútbol el argumento máximo para defender su SUPUESTA inteligencia.

lunes, 20 de diciembre de 2010

El bostezo de los hipopótamos



Por Juan Villoro

escritor - Premio de Periodismo Rey de España 2010




Cada cuatro años, futbolistas de plástico salen en forma coleccionable de las cajas de cereal y la televisión se llena de semidioses que anuncian desodorante. El consumo se disfraza de épica y las tribus aguardan goles redentores.

El gran futbol ocurre en la Champions, máxima reserva de la calidad y el temple competitivo. El Mundial es otra cosa: la versión geopolítica del anhelo, la oportunidad de sentir que todos estamos ahí. Su mayor virtud es que ocurre cada cuatro años, tiempo suficiente para que la esperanza sea más atractiva que la realidad.

Sudáfrica prometía mucho: la Copa se disputaba en el continente del origen, del que depende el futuro del futbol. Pero sólo Ghana protagonizó juegos de alto dramatismo.

La fiesta fue notable en lo que toca al estruendo de las vuvuzelas, pero faltaron partidos con volteretas, goles de embrujo, figuras decisivas, asombros de último minuto. El trofeo al mejor jugador se lo llevó Diego Forlán, quien chutó con calibrada puntería en nombre de Uruguay, esforzado cuarto lugar. Por culpa de Holanda, la final fue una versión campestre de El Club de la Pelea y el campeón brilló menos de lo que merecía.

El Mundial 2010 provocó un safari televisivo de etnias y jirafas. En los estadios la cacería fue menos vistosa. La afición bostezó más que los hipopótamos. Pocas jugadas se recordarán tanto como el waka-waka de Shakira.



Con excepción de Italia '90 y Estados Unidos '94, ningún Mundial había sido peor. Tampoco se puede decir mucho de los Mundiales de 2002 y 2006.

Y pese a todo, el público no deja de aportar penachos, máscaras y maquillajes. El Mundial es, ante todo, un gran pretexto para disfrazarse en las tribunas.

Algunos estrategas perjudicaron a sus equipos. Dunga militarizó la samba y Maradona entrenó con besos y abrazos. Brasil y Argentina podían dar más.

Pero la principal responsabilidad de los desfiguros es de la FIFA, reguladora del comercio de pies. En alianza con Adidas, lanzó el balón jabulani. Nunca una esfera ha sido tan esquiva. Aunque Forlán logró domar al bicho, la mayoría se sintió ante una pelota de circo, más apta para una foca que para un tiro al ángulo. El jabulani fue como el Santo Grial, la fórmula de la Coca-Cola o la flor azul de los románticos. No se sabía qué era más peligroso: perseguirlo o encontrarlo.

El arbitraje no pudo ser peor. La pifia máxima ocurrió en el Alemania-Inglaterra. El árbitro se negó a convalidar un golazo que significaba la resurrección inglesa. Para verlo no se necesitaba otra tecnología que tener un ojo medianamente abierto.

Hubo tantos errores arbitrales que los comentaristas volvieron a solicitar que un robot se ocupe del alma humana. Una de las razones por las que el futbol pone nerviosa a tanta gente es que el árbitro puede equivocarse. Por desgracia, en Sudáfrica los silbantes fueron profesionales del error. La FIFA no supo escoger a jueces capaces de errar sin que eso fuera inhumano.

Joseph Blatter tiene el puesto con mayor consenso en el planeta. A ningún jerarca se le obedece tanto. Para garantizar su dominación global, permite que demasiados equipos lleguen a la competencia.

No hay 32 selecciones que valgan la pena. Su razón de estar ahí son las ganancias televisivas. El Mundial dura demasiado, ofrece partidos sin interés y permite que un crack se fracture ante un equipo que no distingue los tobillos de las piedras. Para cuartos de final, los sobrevivientes tienen estrés postraumático.

El trepidante comercial de Nike, "Escribe el futuro", anunció lances de delirio que no llegaron a la canchas. Es una lástima que Drogba, Rivery, Rooney, Cristiano Ronaldo y Cannavaro hayan jugado como si anunciaran zapatos.

¿Qué vuelve inolvidable a un Mundial? El apasionado triunfo del país sede (Uruguay'30, Inglaterra'66, Alemania'74, Argentina'78, Francia'98); la consolidación de un equipo fuera de serie y un astro que lo comanda (el Brasil de Pelé en México'70, la Holanda de Cruyff, subcampeona en Alemania'74, la Argentina de Maradona en México' 86); el triunfo de David sobre Goliat (Uruguay ante el equipo local en Brasil'50, Alemania venciendo a Hungría en Suiza'54); los partidos de ida y vuelta (España'82 es un museo al respecto). Nada de esto pasó en Sudáfrica.

España triunfó con mérito, pero no fue la arrolladora selección que vimos en la Eurocopa 2008; perdió con Suiza, tuvo a su disposición dos penales y falló ambos, ganó cada juego por la mínima diferencia, no participó en ninguna goliza ni en una remontada.

En lo que toca a México, nos quedamos por quinta vez en el cuarto partido, algo que no es genial ni trágico sino mediocre. El Chicharito Hernández demostró que el futuro tiene nombre, pero Javier Aguirre apostó por el pasado.

El primer trasplante de corazón se realizó en Sudáfrica. Tal vez por eso el futbol salió de ahí con necesidad de un bypass.

Pero nada vuelve tan fácil como la ilusión. Todo lo que he dicho se anula con una palabra: "Brasil". Ahí se jugará el Mundial 2014.

La magia tiene permiso.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

El lenguaje de los graderíos



Por MARTÍN GIRARD

En su libro El fútbol sin ley, el escritor y periodista García Candau afirma que un lenguaje deportivo, para ser auténtico, ha de ser fundamentalmente popular y cualquier escritor que se precie tendrá que recoger el de los graderíos para interpretar sociológicamente a espectadores y lectores. Puede que así sea. Aunque, por fortuna, su libro no corrobore el aserto y el lenguaje de sus crónicas y reflexiones no recoja, según preconiza, la jerga de los graderíos.

Candau es un ejemplo más de los excelentes escritores que ha dado la literatura deportiva. Me gusta la inteligencia cuando emana de la página escrita o despliega sus alas sobre el terreno de juego, pero todavía no he vislumbrado ningún destello de lucidez en las gradas de un estadio. Claro que la inteligencia se manifiesta, a veces, en los lugares más insospechados. Como la poesía que vuela libre fuera de la jaula del poema y se posa donde menos se la espera. Por ejemplo, en una localidad leridana donde, el pasado día 9, cinco jugadores del equipo visitante acabaron en el hospital. Con desgarro genital, fractura de tabique nasal, golpe en la cadera, contusión abdominal y conmoción cerebral, respectivamente. Sociológica consecuencia del popular lenguaje de los graderíos que yo experimenté cuarenta y tantos años atrás, casualmente en la misma localidad leridana de cuyo nombre prefiero no acordarme. En aquella ocasión, compartía banquillo con Marcel Domingo, entrenador del Vilanova i La Geltrú. Apenas comenzar el encuentro y bajo los auspicios de su público, los jugadores se olvidaron del balón para acordarse de las madres y de los tobillos del equipo contrario. Para colmo, el Vilanova cometió la insensatez de marcar un gol y el árbitro la fechoría de no anularlo. Cuando, interrumpido el encuentro, trató de ganar la caseta del vestuario, acabó hecho un cristo. Si una piedra le rompía la ceja, otra le partía el labio y era un alivio ver estrellarse alguna que otra en su esternón. Para preservar los acharolados tricornios, la pareja de la Guardia Civil que lo escoltaba se mantuvo cautelosa a prudente distancia y, en lo que a mí concierne, intenté pasar inadvertido y acceder al bungaló de tablas y techo de chapa donde los jugadores forasteros habían conseguido guarnecerse a la desbandada. Cuando disimuladamente estaba a punto de conseguirlo, sorprendí a un energúmeno que se disponía a introducir un cajón repleto de botellas vacías por un ventanuco de la parte trasera con la obvia intención de que cayera sobre la cabeza de algún jugador. Emitiendo un alarido disuasorio, me interpuse y evité la tragedia. Pero estuve a punto de provocar otra. La mía. Una enfurecida cohorte de forofos, lustrosos y encorbatados, me rodearon con puños alzados y espumarajos en las fauces.

El lenguaje de los graderíos alcanzó su máximo esplendor cuando un tratante de ganado o alcalde en funciones, esgrimiendo una estaca a modo de batuta, profirió una sarta de procacidades cuyo mayor acicate era que yo saliera de allí como, casi medio siglo después, saldrían los jugadores del Espanyol B. En ambulancia. De pronto, a veces pasa, experimenté esa serenidad que sobreviene cuando el avión cae en picado y te has dejado en casa el paracaídas. Les dije que había ido allí para escribir un reportaje sobre la violencia en el fútbol de Tercera y que, si me tocaban, mi reportaje tendría un adecuado final. Rechinaron los dientes, supuse que esa era su manera de pensar, y el de la estaca me ordenó iracundo: "¡Lárguese!". No me lo hice repetir dos veces y, todavía no sé cómo, me esfumé. Antes de dejar los vestuarios, entre pedradas e improperios, para llegar al autobús, Marcel Domingo arrancó preventivamente un lavabo y se lo puso a modo de casco protector. Me situé tras él sin resuello y al rebufo.

No era esa la primera vez que sufría las consecuencias del lenguaje de los graderíos. Anteriormente, en mi periplo por los estadios italianos, había tenido ocasión de comprobar que el susodicho lenguaje sobrepasa las fronteras idiomáticas para recuperar el gruñido ancestral. Pero, ironías aparte, la poesía que no encuentro en las gradas, ni en sus efectos colaterales, se da con creces en el césped cuando, elevando el fútbol a la categoría de lo sublime, juega el Barça de Guardiola.

domingo, 5 de diciembre de 2010

"Ver los últimos seis Mundiales ha sido como sacarse una muela".

Alex Ferguson, entrenador del M. United


Si el fútbol es una religión, como muchas veces decimos, la FIFA, la organización que lo controla, es su Vaticano. Y, como el Vaticano, los procesos de toma decisiones que inciden en los corazones de cientos de millones de personas son opacos y medievales.

Esto, en el caso del Vaticano, es comprensible. Es una anciana y venerable institución cuyo territorio -por definición misterioso- es el más allá. El ámbito de la FIFA, en cambio, es netamente terrenal. Pero cuando su comité ejecutivo decide cuestiones de importancia mayor para gobiernos, países y devotos del fútbol, ni siquiera disimula respetar las reglas de la democracia; se comporta con toda la transparencia de un cónclave de cardenales decidiendo la identidad de un futuro Papa. La diferencia es que la FIFA mueve más dinero, buena parte del cual acaba en los bolsillos de los mismos señores en cuyas manos está el destino del Mundial, el fenómeno de masas más grande que conoce la humanidad.

Quizá sea una casualidad que esta semana los señores de la FIFA hayan elegido como sede del Mundial 2018 al "mafia estado" (fuente: Wikileaks) ruso; quizá (aunque decir esto sí que es un acto de fe) no haya habido ningún soborno; quizá se guiaron por dos criterios perfectamente sanos: que Rusia es un país de gran tradición futbolera y es una potencia económica emergente a la que le podría venir muy bien, como en el caso de Sudáfrica, una fuerte inyección de vitamina fútbol.

Pero todos estos argumentos se derrumban y los procesos mentales de los votantes de la FIFA quedan en grotesca evidencia cuando vemos la identidad del país que han elegido como sede del Mundial de 2022. Qatar, no exactamente una meca del fútbol, es un país más pequeño que las Islas Malvinas y Belice, y del mismo tamaño que Murcia, con una población de menos de un millón. Como practicar un deporte que exige correr durante 90 minutos no es humanamente posible en las condiciones climatológicas naturales del desierto qatarí, todos los estadios que se construirán (e, inmediatamente después del Mundial, se tendrán que destruir, por inútiles) gozarán de un sistema gigantesco de aire acondicionado. Lo cual presenta nuevos problemas: ¿qué tal si hace demasiado frío para la selección nigeriana y demasiado calor para la danesa? ¿quién decidirá la temperatura? ¿el árbitro? ¿un sobornable señor del cónclave fifero?

Una propuesta. Si vamos a hacer el experimento de ver cómo la ingenuidad humana se las arregla para celebrar el Mundial en un país de calor extremo, ¿por qué no intentamos lo mismo en un lugar donde hace muchísimo frío? Groenlandia podría ser una buena apuesta para 2026, ¿no?


Claro, tanta idiotez de parte de la desprestigiada FIFA, hasta nueve de cuyos altos ejecutivos han sido señalados como corruptos por los medios británicos en el último mes (noble motivo por el cual la candidatura inglesa para 2018 se hundió), el riesgo ahora es que caiga en desprestigio el propio Mundial. Y eso que la materia prima no es lo que fue. Un Mundial no es donde se ve el mejor fútbol. Ese privilegio se lo reserva la Liga de Campeones. Hace tiempo que es así. España ganó el último Mundial merecidamente pero el nivel del torneo fue lamentable. Tampoco el de Alemania o el de Japón y Corea fueron gran cosa. Esto se debe a que los grandes clubes europeos son mejores que las grandes selecciones y a que los jugadores más hábiles llegan agotados a los Mundiales, época en la que sus relojes biológicos les piden vacaciones.


Para colmo, la FIFA lo está pudriendo todo, quitándole al Mundial lo más valioso que le queda, su mística, su glamour. Es sórdido el espectáculo que presentan los popes del deporte. Si no vemos cambios al personal y a las reglas del juego, si la feudal FIFA no da el salto del siglo XII al XXI, el asco y el aburrimiento acabarán con el Mundial como buque insignia del fútbol y se convertirá en un torneo marginal, disputado entre equipos desmotivados, o de segunda fila, en Qatar, Groenlandia o (¿por qué no?) aquel minúsculo pero soberano estado conocido como la Ciudad del Vaticano.