Supongo que no soy el único trastornado con esta fantasía porque el tema ha sido eje central de caricaturas, series cómicas, películas de bajas pretensiones e incluso de algún libro. Mark Twain es un escritor demasiado antiguo y excesivamente gringo como para haberse interesado por el futbol, pero en una de sus novelas tejió un guión adaptado para Sudáfrica 2010: una Holanda alemana, una Alemania holandesa.
No tengo las credenciales para meterme en rollos políticos ni sociales, pero por todos es conocida la poca sintonía entre holandeses y alemanes, más allá de su rivalidad deportiva. Como buenos vecinos se caen gordos: comen diferente, hablan diferente, piensan diferente.
Durante toda la vida el paradigma alemán fue ganar mucho y gustar poco. No es que su futbol tuviera la racanería italiana o la sosería inglesa; simplemente era demasiado alemán: fuerte, inexpresivo, pragmático, inquebrantable. Probablemente, en un acto instintivo Holanda produjo un ADN inverso para su futbol. Lo hizo vistoso, alegre, vanguardista y mentalmente frágil; para así instalarse en la antípoda germana: gustar mucho, ganar poco.
Terminó la Eurocopa 2008. Nadie vio juntos a los antagonistas, no existen pruebas de reunión alguna; pero es innegable que príncipe y mendigo acordaron intercambiar ropas y roles. A Holanda le urgía saber qué se sentía tener el mundo a tus pies: ganar, ganar, ganar y ganar; Alemania precisaba descubrir cómo era eso de caminar y que la gente sonriera a tu paso, por el simple hecho de ser genuinamente encantador.
Y Holanda, disfrazada de Alemania traicionó su esencia para meterse a la Final del Mundial. Al percatarse del cruel destino que le aguardaba, su vecino decidió quitarse la ropa naranja y volver a ser el de siempre… pero ya era demasiado tarde para entonces. Hoy Holanda cena con miel de triunfo hecha en Alemania, los germanos duermen con el sabor del ya merito: patente holandesa.
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