Malraux definió nuestra época como “el extraño siglo de los deportes” y Huizinga al ser humano como homo ludens. Tomadas al pie de la letra, estas ideas sugieren que la civilización contemporánea es la historia del juego organizado y debe ser estudiada en las canchas y los vestidores.
Es obvio que tan benévolas opiniones sobre la trascendencia del juego no son compartidas por la mayoría. Si algo caracteriza nuestra humana condición es la capacidad de estar en desacuerdo. Numerosos analistas han dedicado páginas de severidad marcial a criticar las pasiones excesivas, la manipulación de la conducta y el embrutecimiento generalizado que se dan cita en los estadios.
Para colmo, el más popular de los deportes se juega con los pies, lo cual se opone a la historia de la evolución. El hombre desciende de un homínido que comía frutas y era incapaz de servirse del pulgar oponible; en consecuencia, una actividad que cancela el uso de las manos semeja un retorno a la barbarie. ¿Cómo es posible que la especie que inventó el sistema decimal, de tanto contarse los dedos, se apasione con un juego donde sólo el portero tiene dispensa para usar las extremidades prohibidas?
En sus más simples fundamentos, el fútbol propone un regreso a las cavernas, donde las manos servían de muy poco. Por eso el poeta Antonio Deltoro ha escrito que sus batallas representan “la venganza del pie sobre la mano”. La fascinación elemental del “juego del hombre”, como lo bautizó el cronista Ángel Fernández, proviene de su tosca dificultad y su vínculo con un tiempo primigenio. ¿Qué significa este retroceso en el tiempo? Que el domingo podemos recuperar lo que aún tenemos de tribu encandilada por el fuego, del griego que confunde a los dioses con los mortales, del niño convencido de que los héroes duran 90 minutos.
Las definiciones de Malraux y Huizinga son certeras, pero requieren de una precisión histórica: durante años el hombre chutó balones con placer sin aceptar que esa actividad definía su vida. Los miles de ojos ávidos que atestiguaban un partido no pertenecían a la cultura.
Numerosos artistas repudiaron el fútbol como una droga social o prefirieron mantener en secreto su afición por los goles para evitar que sus pinceles, sus plumas o sus leotardos se mezclaran con las gestas resueltas a patadas. El balón dominado con pericia y las barridas enjundiosas parecían ajenas a las tareas de los estetas. Incluso las mitologías que acompañan a los equipos y a los ídolos -el fútbol como imaginativa forma de representación- se descartaban como saldos groseros, fundamentalistas, de un oficio que a fin de cuentas sólo servía para transpirar.
Resulta difícil concebir a Sartre, hombre de letras, comprometido con la razón 24 horas al día, preocupado por la suerte del Paris Saint Germain. Aunque los guardametas de la época usaban el suéter de cuello de tortuga de los existencialistas, el indagador del ser y la nada no fumaba su pipa en los estadios. En una de sus clásicas paradojas, Oscar Wilde comentó: “El fútbol es un deporte de lo más apropiado para niñas rudas; pero no apto para jóvenes delicados”. El intelecto debía alejarse del tosco universo de las bestias: “La única forma posible del ejercicio es hablar”.
Hasta mediados de siglo pasado, una fuerte presión social impidió que el fútbol rebasara los límites del barrio, el descampado, el canallesco arrabal. Sin embargo, a contrapelo de las modas, tuvo cultores privilegiados.
Albert Camus creció en una familia de pobreza extrema y decidió jugar de portero porque en esa posición se gastan menos los zapatos. Años después diría que todo lo que sabía de la ética era obra del fútbol, el territorio en el que se ignora por dónde saldrá el balón.
En la pintura, Max Beckmann llevó el expresionismo al área chica, Robert Delaunay inmortalizó un lance del “equipo de Cardiff”, Nicolas De Staël creó un paisaje perfectamente abstracto al que por soberano capricho tituló “Los futbolistas”, Pablo Picasso dibujó a tres fantasmones regordetes que flotan en pos de un sol hecho pelota y el mexicano Ángel Zárraga logró una sutil y perturbadora transexualidad con sus mujeres futbolistas.
El cine ha ofrecido churros como “Escape a la Victoria”, donde Pelé comparte créditos con Max Von Sidow, Michael Caine y Sylvester Stallone melodramas para llorar entre palomita y palomita (“Pelota de trapo”), rocambolescos driblings de “Resortes” y episodios de alta temperatura intelectual como “El miedo del portero ante el penalti”, de Wim Wenders, basada en la novela de Peter Handke.
Los escritores se dedican, con variada intensidad, a rendir testimonio de lo que miran en el césped: Vinicius de Moraes retrató a Garrincha, Umberto Saba a un equipo sin gloria, Samuel Becket al hombre acorralado, ansioso de que el destino le brinde un “juego de vuelta”, Günter Grass a un arquero en un estadio nocturno, Pier Paolo Pasolini a los que corren en prosa y a los que corren en poesía y Luis Miguel Aguilar a un virtuoso con tan buen toque que se electrocuta.
El fútbol ha sido la más peculiar factoría de artistas: Joan Manuel Serrat aprendió a cantar en los campos del Barcelona, Chillida se dedicó a la escultura cuando una lesión lo alejó para siempre del Athletic de Bilbao y Jorge Valdano adquirió su buena prosa en las concentraciones del Real Madrid y la selección argentina.
Los tiempos han cambiado tanto que se intelectualiza el fútbol en exceso, se considera que cualquier entrenador con ingenio es un filósofo y se publican odas lamentables en nombre del amor a la camiseta. Lo decisivo, a fin de cuentas, es que el fútbol se percibe como cosa mental. Nadie puede jugarlo ni verlo sin imaginación. Se los digo yo, que una vez gané la Copa del Mundo, y no tuve necesidad de despertarme.
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