Por MARTÍN GIRARD
En su libro El fútbol sin ley, el escritor y periodista García Candau afirma que un lenguaje deportivo, para ser auténtico, ha de ser fundamentalmente popular y cualquier escritor que se precie tendrá que recoger el de los graderíos para interpretar sociológicamente a espectadores y lectores. Puede que así sea. Aunque, por fortuna, su libro no corrobore el aserto y el lenguaje de sus crónicas y reflexiones no recoja, según preconiza, la jerga de los graderíos.
Candau es un ejemplo más de los excelentes escritores que ha dado la literatura deportiva. Me gusta la inteligencia cuando emana de la página escrita o despliega sus alas sobre el terreno de juego, pero todavía no he vislumbrado ningún destello de lucidez en las gradas de un estadio. Claro que la inteligencia se manifiesta, a veces, en los lugares más insospechados. Como la poesía que vuela libre fuera de la jaula del poema y se posa donde menos se la espera. Por ejemplo, en una localidad leridana donde, el pasado día 9, cinco jugadores del equipo visitante acabaron en el hospital. Con desgarro genital, fractura de tabique nasal, golpe en la cadera, contusión abdominal y conmoción cerebral, respectivamente. Sociológica consecuencia del popular lenguaje de los graderíos que yo experimenté cuarenta y tantos años atrás, casualmente en la misma localidad leridana de cuyo nombre prefiero no acordarme. En aquella ocasión, compartía banquillo con Marcel Domingo, entrenador del Vilanova i La Geltrú. Apenas comenzar el encuentro y bajo los auspicios de su público, los jugadores se olvidaron del balón para acordarse de las madres y de los tobillos del equipo contrario. Para colmo, el Vilanova cometió la insensatez de marcar un gol y el árbitro la fechoría de no anularlo. Cuando, interrumpido el encuentro, trató de ganar la caseta del vestuario, acabó hecho un cristo. Si una piedra le rompía la ceja, otra le partía el labio y era un alivio ver estrellarse alguna que otra en su esternón. Para preservar los acharolados tricornios, la pareja de la Guardia Civil que lo escoltaba se mantuvo cautelosa a prudente distancia y, en lo que a mí concierne, intenté pasar inadvertido y acceder al bungaló de tablas y techo de chapa donde los jugadores forasteros habían conseguido guarnecerse a la desbandada. Cuando disimuladamente estaba a punto de conseguirlo, sorprendí a un energúmeno que se disponía a introducir un cajón repleto de botellas vacías por un ventanuco de la parte trasera con la obvia intención de que cayera sobre la cabeza de algún jugador. Emitiendo un alarido disuasorio, me interpuse y evité la tragedia. Pero estuve a punto de provocar otra. La mía. Una enfurecida cohorte de forofos, lustrosos y encorbatados, me rodearon con puños alzados y espumarajos en las fauces.
El lenguaje de los graderíos alcanzó su máximo esplendor cuando un tratante de ganado o alcalde en funciones, esgrimiendo una estaca a modo de batuta, profirió una sarta de procacidades cuyo mayor acicate era que yo saliera de allí como, casi medio siglo después, saldrían los jugadores del Espanyol B. En ambulancia. De pronto, a veces pasa, experimenté esa serenidad que sobreviene cuando el avión cae en picado y te has dejado en casa el paracaídas. Les dije que había ido allí para escribir un reportaje sobre la violencia en el fútbol de Tercera y que, si me tocaban, mi reportaje tendría un adecuado final. Rechinaron los dientes, supuse que esa era su manera de pensar, y el de la estaca me ordenó iracundo: "¡Lárguese!". No me lo hice repetir dos veces y, todavía no sé cómo, me esfumé. Antes de dejar los vestuarios, entre pedradas e improperios, para llegar al autobús, Marcel Domingo arrancó preventivamente un lavabo y se lo puso a modo de casco protector. Me situé tras él sin resuello y al rebufo.
No era esa la primera vez que sufría las consecuencias del lenguaje de los graderíos. Anteriormente, en mi periplo por los estadios italianos, había tenido ocasión de comprobar que el susodicho lenguaje sobrepasa las fronteras idiomáticas para recuperar el gruñido ancestral. Pero, ironías aparte, la poesía que no encuentro en las gradas, ni en sus efectos colaterales, se da con creces en el césped cuando, elevando el fútbol a la categoría de lo sublime, juega el Barça de Guardiola.
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